
El origen de la UCR fue violento. Su acto fundacional fue la Revolución del Parque, una sublevación armada contra el régimen conservador. Una historia con cientos de muertos, traiciones palaciegas y heroísmo militante.
El Parque (fragmento)
El martes 29 de julio de 1890, después de cuatro días de combates con centenares de muertos esparcidos por las calles de Buenos Aires, la Revolución había sido derrotada. Esa mañana, a las ocho, uno de sus jefes civiles, el senador Aristóbulo del Valle, firmó un armisticio con las fuerzas oficiales en la casa de Francisco Madero, un representante de la burguesía comercial y miembro de la comisión mediadora. Las tropas rebeldes acordaron su rendición. En la negociación, según Del Valle, se habían asegurado condiciones “honrosas” y no habría juicio contra los sublevados. Sólo debían deponer las armas y volver a los cuarteles.
Parecía un mandato alucinante. Una revolución que intentó ser gestada en sigilo durante casi un año y se soñaba popular y segura de conquistar el poder, entregaba sus armas al enemigo. Algunos soldados, a la espera de instrucciones en medio de los combates, no habían tenido oportunidad de luchar. Ahora no entendían la derrota.
Dos regimientos, el 1º de Artillería y el 9º de Infantería, no aceptaron la capitulación. Mientras se organizaba la rendición, el coronel Mariano Espina, jefe del 9º, que aspiraba a ser el jefe militar y fue relegado por la Junta Revolucionaria, ordenó el ataque hacia Plaza de Mayo. Quería tomar la Casa de Gobierno. Sus tropas irían por la calle Tucumán. Preveía que, en cercanías a la plaza, lo contendrían las fuerzas estatales, y que desde la plaza Libertad lo encerrarían por la retaguardia. Su avanzada sería cercada por dos fuegos.
Pero el principal obstáculo del coronel insurrecto no eran las tropas oficiales sino sus propios jefes revolucionarios. Espina ya era un sublevado de su propio bando: “Si no te rindes, nos veremos obligados a pegarte cuatro tiros”, lo previnieron. Espina respondió: “A ustedes debería despedazarlos una bala de cañón, por cobardes y borrachos”, respondió. El mayor Ricardo Day, del 1º de Artillería, propuso la ofensiva hacia el cuartel de El Retiro, donde se habían asentado las tropas del Régimen apenas se escucharon los primeros tiros callejeros. Y los soldados del Regimiento 5º de Infantería de línea, que había quedado inmovilizado en el Parque de Artillería –actual Palacio de Justicia–, se negaban a ser desarmados.
En el atardecer del martes 29 de julio, el jefe civil de la Revolución, el diputado Leandro Alem, se iba del Parque vestido de negro, como un viudo de la Patria, entre decenas de cadáveres y heridos, derrotado. Un coronel lo miró pasar en silencio. Se acercó, lo saludó con un abrazo y luego le preguntó: “¿Es verdad que nos han vendido?”. Alem, melancólico y místico, propenso al alcohol y a la poesía, continuó sus pasos inconmovible con un estigma nuevo en su vida política, la traición. Seis años más tarde se pegaría un tiro, pero esta vez no lo hizo, aunque le admitió al subteniente que lo acompañaba en su retirada que merecían ser fusilados. Mientras caminaba, escrutando los restos de la batalla perdida, el subteniente intentó evitar que continuara. Sobre la calle Talcahuano, en el cruce con Lavalle, había soldados dispersos del Regimiento 5º que estaban dando “mueras” a los traidores. “Lo matarán”, lo alertó el subteniente. Antes que un alerta, era un pronóstico de su propio destino. Alem lo desoyó. Cuando vieron su barba larga y encanecida, varios soldados levantaron los fusiles. El subteniente logró saltar sobre Alem y lo empujó hacia el vagón de un tranvía volcado para protegerlo. Tras la múltiple descarga, los soldados los dieron por muertos y se fueron: la traición o la ineptitud, el mal comportamiento de un jefe revolucionario, en suma, ya había sido cobrado. En parte, era cierto: el subteniente ya no pudo alzarse. Pero Alem sí lo hizo. Y siguió caminando por Talcahuano y dobló por Cuyo –actual Sarmiento– y se detuvo en el número 1752. Entró en su caserón, se sentó en el sillón del living-comedor. Tenía colgado de la pared un retrato del general San Martín, héroe de la Patria, vencedor de mil batallas. Cerró los ojos.
Las fuerzas cívicas se habían comprometido a enfrentar el régimen conservador que dominaba el poder del Estado desde hacía diez años. Para ellos, los postulados de paz y modernización del Régimen eran una máscara que encubría los negocios escandalosos, el fraude electoral y el nepotismo. Alem había pensado la acción armada en favor de la restauración de los principios constitucionales y las libertades públicas conculcadas por esa “oligarquía de advenedizos”.
Alem hubiera preferido que la Revolución se iniciara a la luz del día. Su plan consistía en agrupar a las autoridades del Régimen en un mismo espacio físico para secuestrarlas. Las reuniría en el Congreso de la Nación con el ardid de una interpelación parlamentaria, que obligaría al presidente Miguel Juárez Celman, a su vice, Carlos Pellegrini, al ministro de Guerra y Marina, Nicolás Levalle, y al vicepresidente del Senado, el general Julio Argentino Roca, a presentarse en forma conjunta. Entonces, imaginaba Alem, los civiles armados saldrían de casas cercanas que ya estaban dispuestas e irrumpirían en el recinto con sus fusiles Remington para detener a los que habían labrado la desgracia de la República. Luego, en la Plaza de Mayo sonarían las campanas de la iglesia y se convocaría al pueblo en armas. Si el Presidente no hubiera concurrido al Congreso, lo detendrían en el momento de la conquista de la Casa de Gobierno. En forma simultánea, los soldados rebeldes del Ejército se batirían con las fuerzas militares y policiales para asegurar el triunfo revolucionario.
Cuando Alem expuso su plan a los militares que se habían incorporado a la insurrección, éstos lo rechazaron. Salir con las tropas hacia la Casa de Gobierno los obligaba a combatir contra el Ejército en cada cuartel. El resultado de la batalla sería incierto. Según la hipótesis militar, la luz del día no beneficiaba el levantamiento armado.
Alem planteó entonces otra estrategia para tomar el poder. La idea era más o menos parecida, pero dependía de un hecho cultural antes que institucional: secuestrar al Presidente en algún espectáculo teatral nocturno. Apenas se conociera su asistencia, Alem haría uso de casas vecinas para concentrar a civiles armados y romper la custodia policial en el teatro. Con Juárez Celman hecho prisionero, los militares que participaran del movimiento revolucionario ocuparían Buenos Aires.
El plan fue desestimado con los mismos fundamentos. Para los militares, la tarde o la noche eran lo mismo. Lo que intentaban evitar era que los jefes de los cuarteles estuvieran despiertos en el momento del alzamiento. Alem terminó por ceder.
El jefe cívico ya había probado el peligro por voluntad propia en el campo de batalla. Mientras estudiaba abogacía, en 1859, peleó como soldado de caballería en la cañada de Cepeda junto al Ejército de la Confederación que intentaba integrar a Buenos Aires a la fuerza, pero luego, dos años más tarde, formó parte de las tropas autonomistas porteñas del general Bartolomé Mitre, que terminó por disolver a la Confederación en el arroyo Pavón, en Santa Fe. El ardor belicista que conservaba, como buena parte de la juventud porteña, lo llevó a combatir contra el Paraguay, donde fue nombrado capitán de un batallón que luego de sucesivas victorias fue expuesto al desastre en Curupaytí en septiembre de 1866. De allí regresó herido. Las tragedias no eran ajenas a su pasado. De niño, había visto a su padre Leandro Alén colgado en la plaza pública, víctima de la venganza por haber prestado sus servicios en la maquinaria policial rosista, la Mazorca. El desenlace paterno, que señaló al niño Leandro como el hijo del ahorcado, atormentó su infancia.
Decidió modificar el último vocablo de su apellido. Se llamaría Leandro Alem. (...)
Por los informes de inteligencia que recibió, Alem comprendió que la casa de Juárez Celman era una fortaleza inabordable. Estaba ubicada sobre 25 de Mayo, entre Lavalle y Tucumán, al lado de una comisaría, y además la custodiaba la Prefectura. La calle no estaba cerrada al tránsito, pero toda persona estaba obligada a circular bajo apercibimiento de ser detenida. Tampoco resultaba sencillo conseguir casas vecinas para concentrar un grupo armado. El vicepresidente Carlos Pellegrini, su ex compañero de la Universidad de Buenos Aires, no le interesaba tanto a Alem como objetivo militar. En cambio, consideraba que el asalto a los domicilios de los generales Roca y Levalle, que aunque vigilados ofrecían facilidades de ingreso, era imprescindible para desarticular la cadena de mando político. Los detenidos serían conducidos al Parque de Artillería.
Sin embargo, para sorpresa del jefe de la Unión Cívica, los militares rebeldes no quisieron incorporarse a las acciones de secuestro porque preferían evitar cualquier enfrentamiento directo con las fuerzas oficiales. Alem tuvo que planificarlas con médicos, abogados y comerciantes que conformaron la “Legión Ciudadana”. Aceptaba la posibilidad de que las operaciones pudieran tener efectos colaterales. Si se producía un combate en el intento de captura, la salida silenciosa de los soldados de los cuarteles estaría en riesgo. El plan perdería sorpresa. Esta variable, sumada a la reticencia de los militares, hizo que Alem diera prioridad al movimiento de tropas hasta que se lograra el dominio de la ciudad, y luego procedería a las detenciones. Más tarde se arrepentiría de esta y otras modificaciones a su plan militar original. (...)
Luego de firmar las bases de la capitulación en la casa del miembro de la comisión mediadora Francisco Madero, en la mañana del martes 29, Del Valle fue al Parque a persuadir a los soldados que no querían entregarse y con lágrimas en los ojos pedían seguir la lucha aunque fuese con bayonetas. Para ellos, la Revolución seguía siendo un imperativo categórico, la causa justa que trascendía la propia realidad. Muchas horas más tarde, Del Valle encontraría a un grupo de civiles armados en el cantón del Frontón de Buenos Aires, en la calle Viamonte, que continuaban con sus fusiles sobre los miradores. No se habían enterado de la derrota.
Por la tarde, todavía se escuchaban tiros, había grupos en tumulto, los regimientos no formaban filas. Las armas seguían cargadas. El acta de rendición incluía la amnistía: les prometía a civiles y militares rebeldes que no se celebraría juicio ni procedimiento alguno contra ellos; que las unidades serían conducidas a los cuarteles, donde quedarían a las órdenes del gobierno, y los cadetes serían admitidos en sus escuelas. Pero los soldados del Parque no aceptaban marchar inermes hacia los cuarteles. Temían fusilamientos. Fue en ese momento cuando el coronel Mariano Espina ordenó el ataque hacia Plaza de Mayo. Quería tomar la Casa de Gobierno. Sus tropas irían por la calle Tucumán, aunque suponía que la empresa debería enfrentarse a las tropas estatales en la Plaza de Mayo y lo acorralarían desde la plaza Libertad, por la retaguardia. Pero el principal obstáculo eran sus jefes, que ya habían firmado la capitulación. “Si no te rindes, nos veremos obligados a pegarte cuatro tiros”, lo previno Alem en nombre de la Junta. Espina respondió que debería despedazarlos con una bala de cañón por cobardes y borrachos.
En tanto, Del Valle, que iba del Parque a la plaza Libertad buscando refrendar el acuerdo, logró un documento firmado por Levalle en el que garantizaba que los que habían servido a la Revolución serían recibidos en el Ejército por los antiguos compañeros de armas. El texto fue leído en voz alta a las tropas que permanecían sublevadas. En su proclama pública en la plaza Libertad, Levalle reforzó la promesa: “¡Adversarios de ayer! Volved tranquilos a vuestros hogares y decid a quien quiera oírlo que os habéis batido como saben batirse los argentinos, y que tenéis el derecho de ser tratados con el cariño y la estimación que inspiran los valientes”. Del Valle se comprometió una vez más: “Valerosos soldados... palabra de honor, nadie les hará daño. Gracias por la ayuda que habéis prestado al pueblo. La gratitud será eterna para vosotros”.
Tras cuatro días de combates y centenares de muertos esparcidos por las calles de Buenos Aires, que no se contarían jamás, la Revolución había sido derrotada. Pero el presidente Juárez Celman quedaba exceptuado de la victoria. Su autoridad había sido quebrada en el curso de la batalla por el vacío político y militar al que fue sometido por Roca y por Pellegrini. El régimen conservador había aprovechado la insurrección cívica para dirimir sus fisuras internas. “La revolución fracasó, pero el gobierno está muerto”, subrayó luego el roquismo sobre la lápida del Presidente. Era una evaluación política letal sobre el fin de los combates. Los días que siguieron lo comprobaron: Juárez Celman fue recibiendo la renuncia de sus ministros, encontró frialdad en el sector mitrista de la Unión Cívica para aportar reemplazos, no logró sostén en Dardo Rocha, perdió lealtades propias y no pudo formar gabinete. Estaba arrinconado. Entonces, el Parlamento votó y exigió su renuncia, que se consumó el 6 de agosto de 1890. Si Roca, que en 1886 había sido el elector de su concuñado Juárez Celman, ahora había acompañado la Revolución con silenciosa complicidad para que, aun derrotada, alcanzara para despedirlo del poder, lo había logrado. Ahora Roca, otra vez con el control del partido oficial, ocupaba el Ministerio del Interior para apoyar y vigilar a Pellegrini, que heredaba la Presidencia.
Las lealtades de Roca eran módicas, como también lo fueron las promesas a los uniformados, que pronto se desvanecieron. Un año después algunos soldados que se sublevaron en el Parque serían ejecutados por el Ejército.
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